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Al escribir sobre el estado de la civilización occidental hace poco más de una década, la periodista inglesa Melanie Phillips señaló: «La sociedad parece presa de un enajenamiento masivo». Hay una «sensación de que el mundo se ha salido del eje de la razón», lo que hace que muchos se pregunten: «¿Cómo puede alguien averiguar quién tiene razón en tal balbuceo de “expertos” y con tanta información contradictoria?».
Cuando empecé hace poco a releer este libro, me sorprendió lo que hacía falta. Phillips escribe como una judía agnóstica pero practicante, y muchos de sus puntos son profundamente útiles. Sin embargo, en su análisis brilla por su ausencia cualquier reconocimiento bíblico de cómo el mundo pudo volverse tan loco (al estilo de Génesis 3), en el ámbito de la sexualidad humana.
El tema de la sexualidad, tal como lo describen y prescriben las Escrituras, no solo es difícil de abordar, sino también impopular y en gran medida ofensivo. Lo abordaré con cautela y, espero, con una medida de compasión, pero también con la convicción de que la Palabra y el camino de Dios son absolutamente perfectos, y de que Él sabía exactamente lo que hacía cuando creó a la humanidad. Es de agradecer que uno de los pasajes que habla más claramente de cómo se revela la ira de Dios contra el pecado (Ro 1:16-28) vaya precedido y seguido de la asombrosa oferta de la gracia de Dios.
La vida en un mundo fugitivo
El argumento de Pablo en Romanos 1 se desarrolla a partir de su gran declaración en el versículo 16: «No me avergüenzo del evangelio, pues es el poder de Dios para la salvación de todo el que cree». ¿Por qué el evangelio es para todos? Porque todos necesitamos el evangelio. Cada uno de nosotros nace en la misma situación desesperada e impotente: «Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que con injusticia restringen la verdad» (v. 18).
La Palabra y el camino de Dios son absolutamente perfectos, Él sabía exactamente lo que hacía cuando creó a la humanidad
En pocas palabras, la humanidad vive en un mundo fugitivo. A algunos nos gusta sugerir que Dios se esconde, pero nosotros hemos sido los que nos escondemos desde casi el principio de los tiempos (Gn 3:8-10). «Restringimos la verdad» que Él nos ha mostrado sobre Sí mismo (Ro 1:18). Negamos que se haya dado a conocer claramente en el universo que habitamos, donde «Su eterno poder y divinidad» (v. 20) son evidentes por todas partes. Como resultado, cuando nos negamos a adorarle o a darle gracias, estamos completamente «sin excusa» (v. 20). Cuando nos negamos a conocer a Dios tal como se ha revelado, no renunciamos a adorar, sino que adoramos a otra cosa o a otra persona.
Lo que nos lleva al tema de la sexualidad humana, no porque sea un pasatiempo o porque nos produzca alguna satisfacción (perversa) ser polémicos, sino porque es lo que dice la Palabra de Dios. Si simplemente elegimos las partes de la Biblia que nos gustan y rechazamos las que no, en realidad no creemos en la Biblia; creemos en nosotros mismos. ¿Por qué habríamos de considerar un pasaje como Romanos 1 si no creyéramos que la Escritura es la Palabra de Dios, que es infalible y que dice verdades que dan vida, incluso en nuestro mundo occidental del siglo XXI? No tenemos la libertad de reescribir la Biblia para acomodarla a perspectivas impías sobre el aborto, la eutanasia, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la transexualidad y cosas por el estilo. No somos libres de manipular la Palabra de Dios.
Al seguir leyendo las palabras inspiradas de Pablo, queda claro que, al haber quebrantado nuestra conexión con el Creador —quien nos hizo con propósito para Él— luchamos por saber quiénes somos. Tal como sigue explicando el apóstol, cuando los hombres se apartaron de Dios y se volvieron hacia los ídolos, incluido el ídolo del yo, Dios:
los entregó a la impureza en la lujuria de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos […] Dios los entregó a pasiones degradantes; porque sus mujeres cambiaron la función natural por la que es contra la naturaleza. De la misma manera también los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se encendieron en su lujuria unos con otros, cometiendo hechos vergonzosos hombres con hombres, y recibiendo en sí mismos el castigo correspondiente a su extravío (vv. 24, 26-27).
El intercambio de la función normal y natural de la sexualidad humana por lo opuesto no es el primer «intercambio». Pablo ya ha descrito a la humanidad como intercambiando «la gloria del Dios incorruptible por una imagen en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles» (v. 23), el intercambio del Dios Creador por los ídolos creados. También hemos «cambiado la verdad de Dios por la mentira» (v. 25), el intercambio del conocimiento por la ignorancia. Porque nos negamos a confiar en Él y a adorarlo, Dios entrega a hombres y mujeres a sus «pasiones degradantes». Los entrega a algo que la sociedad contemporánea considera un estilo de vida alternativo, pero que la Biblia declara una perversión abominable. La idolatría conduce así a la inmoralidad, y la inmoralidad se profundiza a medida que avanza.
De la idolatría a la inmoralidad
Este es el estado de nuestra sociedad actual. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La reflexión sobre las últimas décadas de la cultura occidental revela una estrategia en marcha entre quienes impulsan la revolución.
En primer lugar, se han hecho esfuerzos para que la sociedad en general sienta simpatía con sus luchas, tanto personales como sociales. (Los cristianos sin duda deberían liderar al mundo en simpatía, pero solo a la manera de Cristo). En segundo lugar, ha habido y hay un claro deseo de normalizar la homosexualidad y la transexualidad a través de los medios de comunicación y de plataformas individuales. En tercer lugar, ha habido y sigue habiendo un esfuerzo concertado por demonizar a quienes se oponen a la revolución. Los disidentes serán anulados a un alto precio.
Occidente en su conjunto no está en el lío que describe Phillips porque seamos inmorales, no en última instancia. Estamos en tal lío porque adoramos a los baales modernos en lugar de al Dios vivo. La miseria moral y el quebrantamiento de nuestra cultura no es más que la prueba más clara de que «la ira de Dios se revela desde el cielo» (v. 18). La inmoralidad en sí no es la causa; es la evidencia. Es lo que sucede cuando nos volvemos hacia nosotros mismos.
Las evidencias están a nuestro alrededor. Cuando Pablo describe a hombres y mujeres abandonando la «función natural» por aquello que es «contra la naturaleza» (vv. 26-27), utiliza la palabra «natural» para describir el orden material tal y como Dios lo pretendió. (De hecho, las palabras que utiliza para «mujer» y «hombre» son en realidad «hembra» y «varón» en griego, lo cual creo que es un eco deliberado de Génesis 1:27: «Dios creó al hombre a imagen Suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó»). La anatomía, la fisiología, y la biología —todas ellas, incluso sin teología— dan testimonio del plan perfecto de Dios, cuya violación conduce al caos, la tristeza y la desesperanza.
No tenemos la libertad de reescribir la Biblia para acomodarla a perspectivas impías sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo, la transexualidad y cosas por el estilo
La práctica homosexual, por tanto, no es simplemente un estilo de vida alternativo. Es rebelión contra Dios: Yo decido quién soy, qué soy, qué hago y con quién lo hago. No es el más grande de los pecados, pero es una clara evidencia de una sociedad que desafía a Dios. Cuando una cultura llega al punto en que incluso la masculinidad y la feminidad, el género como tal, se deconstruye y reconstruye según las agendas individuales, esa cultura está en graves problemas.
También vemos esta desintegración a nivel personal. Cuando los anhelos ya no son saciados por Dios, quien nos ha creado para Él, los anhelos no desaparecen. Todavía tenemos que responder a los deseos de nuestros corazones de paz, plenitud, alegría, satisfacción y gratificación sexual.
Cuando leemos las palabras de Pablo sobre hombres y mujeres «recibiendo en sí mismos el castigo correspondiente a su extravío» (v. 27), podemos fácilmente sacar conclusiones sobre lo que quería decir. Me parece útil la observación de William G. T. Shedd: «La recompensa es la propia lujuria agobiante e insatisfecha, junto con las terribles consecuencias físicas y morales del libertinaje». Cuando rechazamos a Dios como respuesta a nuestros anhelos, no nos situamos en un terreno moralmente neutral. Nos volvemos, en palabras de Pablo, «encendidos en lujuria».
El evangelio para todo el mundo
Para el cristiano, todo esto supone un gran reto. Debemos, como hizo John Stott con tanta maestría, tener un pie firmemente plantado en el mundo de la Biblia y el otro plantado en nuestro propio contexto. Por un lado, estamos llamados a refutar las ideas falsas, recordando la advertencia de Jesús: «Si el mundo los odia, sepan que me ha odiado a Mí antes que a ustedes» (Jn 15:18), aunque tratemos con honor a quienes nos odian. Por otro lado, tenemos esta buena noticia para compartir: Jesús fue entregado a la cruz para que hombres y mujeres pudieran ser liberados del pecado y nacer de nuevo a la vida eterna. En Él, las vidas quebrantadas son hechas nuevas.
Entonces, ¿cómo honrar a Dios, obedecer Su Palabra y amar a tus vecinos, amigos y familiares que han decidido abrazar este camino? Algunas personas han decidido que la manera de responder a la idea quebrantada que nuestra cultura tiene de la sexualidad humana es la amonestación, simplemente ponerse de pie y seguir declarando: «Esto es terrible, esto es terrible, esto es terrible». Otros han decidido no decir absolutamente nada. Ninguna de las dos es una posibilidad para un cristiano que cree en la Biblia.
En mi experiencia, quienes rechazan el plan de Dios para su sexualidad son denigrados o afirmados por quienes les rodean. Por el contrario, los cristianos deberían decir: «No te trataremos de ninguna de esas maneras. No te vamos a denigrar, pero no podemos afirmarte. La razón por la que no te denigraremos es la misma por la que no podemos afirmarte: por la Palabra de Dios, por Su amor, por Su gracia, por Su bondad». No es fácil hablar de Su ira. Pero me alegra que al abordarla, sé que está envuelta en la asombrosa noticia de Su gracia.
La esperanza para el codicioso, para el inmoral, para todos nosotros, es la misma esperanza. La respuesta es la misma: la cruz de Jesucristo
Escribiendo a los corintios, Pablo les exhortó: «No se dejen engañar: ni los inmorales, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los difamadores, ni los estafadores heredarán el reino de Dios» (1 Co 6:9-10). Si somos claros y honestos, todos estamos descritos en algún lugar de esta lista. ¿Cuál es la respuesta? La siguiente oración: «Y esto eran algunos de ustedes; pero fueron lavados, pero fueron santificados, pero fueron justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (v. 11).
La esperanza para el codicioso, para el inmoral, para todos nosotros, es la misma esperanza. La respuesta es la misma: la cruz de Jesucristo. Él se entregó por nosotros para que pudiéramos disfrutar de toda la belleza y la bondad que se encuentran en Él.
A esto nos referimos cuando decimos que el evangelio es para todos. Es un evangelio para ateos y agnósticos, para judíos y gentiles, para hindúes y musulmanes, para los perdidos y los solitarios, para los felices y los triunfadores, para los homosexuales o las personas transgénero, para los que sufren disforia de género y para los que no; en definitiva, para cualquiera que humildemente deseche cualquier otra identidad y pierda su vida por causa de Cristo (Mt 16:25). Es un evangelio grande para un mundo grande.
Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Eduardo Fergusson.
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